Santa Maria del Monte Cea
Por Julián Carrera de la Red
El arroyo Ranero, que desde el monte Villamizar corre hacia el S.E. en busca del río Cea, formaba en el siglo X un verdoso valle en el que ya se asentaban los pueblos de Banecidas y Villamol. Más arriba de Banecidas, un tramo de ese valle llevaba el nombre de Valle de Céspedes:
Los céspedes eran entonces un codiciado elemento, ante la escasez de tejas, para cubrir techos, bardar tapias y reforzar malecones.
La historia nos da el primer apunte sobre dicho valle en el año 1049, en un documento por el que el magnate Osorio Osóriz y su mujer Munia, entregan al Monasterio de Sahagún «la mitad del monasterio de Sahelices de Mayorga», añadiendo a continuación: «y os damos todas nuestras pertenencias en el valle de Céspedes». Aquí no se detalla en absoluto en qué consistían las propiedades donadas, pero dos años más tarde, en 1051, dicho matrimonio en unión del Conde de Cea, Nuño Nuñez y su mujer Doña Godo, donan al Abad de Sahagún «en Valdecéspedes el monasterio que llaman de Santa Elena, con su villa y los moradores de ella». Aparece aquí por primera vez una villa en Valdecéspedes, con sus pobladores en tomo a una iglesia (entonces las llamaban monasterios), dedicada a Santa Elena. Cinco años después el Abad de Sahagún logra más terrenos en Valdecéspedes, gracias a la generosidad de los hermanos Tello y Velasquita Gutiérrez, que le hacen dueño de cuantas fincas ellos tenían en el citado valle.
No sabemos por qué, pero lo cierto es que también el rey Alfonso VI, el gran protector de Sahagún, tuvo interés por tener parte en «la villa, llamada Valdecéspedes», y lo consiguió, haciendo una permuta de lo que el rey tenía en Mahudes (hoy caserio a 5 kms. al S.O. de Sahagún) por lo que el Abad poseía en nuestra villa (año 1093). A la par que el Rey, muchos nobles tenían intereses en el valle de los céspedes, entre ellos el Conde Gonzalo Alfonso, que murió joven, y tuvo que hacerse cargo de sus fincas su propia madre, la Condesa Ildonza Núñez, la cual puso allí un capellán que se servía de dos casas con sus corrales, y que luego dejó que fueran ocupadas sus tierras por un tal Domingo Eitaz, y por una mujer viuda. Pues bien, estas casas, con tierras y viñas de la Condesa, sitas «en el territorio de Cea, en el río Cea, en el lugar llamado Val de Céspedes» pasaron a ser patrimonio del poderoso conde Don Pedro Ansúrez y de su mujer, Doña Eilo, fundadores de Valladolid. Ellos se las entregaron a su vasallo, Pedro Cítiz, «por los buenos servicios que él les había prestado».
En el primer cuarto de siglo XII (año 1123), esta villa que llevaba una denominación poco significativa, referente a la tierra hierba de su suelo, tomó un nombre muy grato para los hombres de entonces, gentes de fé, y se llamó Santa María de Valdecéspedes. Hay un testimonio que cuenta cómo un joven, Pedro Martínez, había hecho graves daños a los monjes de Sahagún, y más tarde en una batalla, fué herido de muerte alcanzado por una saeta del enemigo. Antes de expirar pidió a sus hermanos, Rodrigo y Osorio, que entregaran al cenobio de Sahagún «dos villas, la una que se halla en el territono de Cea, y se llama Santa María de Valdecéspedes, y la otra... en el río Valderaduey, y se llama Villadot».
Los hermanos cumplieron la última voluntad del moribundo, pero a nosotros lo que nos interesa ahora es que nuestro pueblo ya en plena Edad Media llevaba el nombre Santa María. Y a fines del mismo siglo XII consta que funcionaba ya un Concejo, del que formaban parte los vecinos siguientes: Juan Rodríguez, Rodrigo Juañéz, Gonzalo Andrés, Fernando Rodríguez, Martín Pérez y Urraca Martínez.
Mediado el siglo XIII, en la lista de las parroquias de la Diócesis de León, entre las que pertenecían al arciprestazgo de Cea, se enumera a Santa María de Céspedes, situada entre los pueblos de Villamizar y Banecidas. Y fue este detalle geográfico el que permitió a Fátima Carrera identificar a Santa María de Valdecéspedes (que se citaba como una villa sin localizar) con el actual Santa María del Monte. El Abab de Sahagún tenía entonces la facultad de proponer al sacerdote que había de regir la parroquia única del pueblo: en 1228 presentó para el cargo al clérigo Don Femando, advirtiéndole «que debe sostener su iglesia y las casas de ella, sin consentir que se destruyan o arruinen; y si alguna parte se cae que se ocupe de reconstruirla». A cambio deberá entregar al Monasterio anualmente nueve cargas de pan (de trigo, centeno y cebada), y como testigos del contrato firman los 10 vecinos que estuvieron presentes: Pedro Moro, Juan Blanco, Andrés, Domingo Ruiz, Facundo, Miguel Peláez, Pedro Miguélez, Abril hijo de Pedro Moro, Pedro Juánez y Andrés Carrascal. Hay otros documentos de los años 1285, 1299 y 1328, que ofrecen más detalles sobre Valdecéspedes y sobre su iglesia, pero vamos a pasarlos por alto.
Ya a mitad del siglo XIV, en 1352, en un documento de carácter civil como es el Libro de Becerro de las Behetrías, es registrado nuestro pueblo con su nombre actual: SANTA MARIA DEL MONTE. Y, para diferencialode otro Santa María del Monte del Condado que hay en el río Porma, añade que «es aldea de Çea, e es de don Johan Alfonso». Se refiere a Don Juan Alfonso de Alburquerque, privado del rey Pedro el Cruel, que era señor de casi todos los pueblos de Campos, y de todos los de la Tierra de Cea, de los que sacaba pingües rentas.
Las implacables exaciones de los señores, los diezmos eclesiásticos, las guerras y las ruinosas cosechas, unidas al azote de la Peste Negra que mató a más de un tercio de la población, fueron causa de que en los siglos XIV y XV desaparecieran, en el entorno, numerosos poblados: Riba Rubia en Calzada, Parazuelo en Codomillos, Oteruelo en Banecidas, Hoques en Villacalabuey, y Barreales en Sahelices del Río, entre otros. Los campos y montes quedaron sin dueños, y los nobles los hicieron patrimonio propio. Así fue como Don Diego, Conde de Cea en el siglo XV, se adueñó de los terrenos de Hoques, Valdehoques, Santo Tirso, Villaheles, la Mata Salgüeros y Foncavada.
Mencionamos estos despoblados y montes, porque el día 6 de octubre del año 1524, Don Bemardo de Rojas, nuevo Conde de Cea, se los dió en arriendo perpetuo a los Concejos de Villacalabuey, Sanata Maña de Río y Castroañe, y a Alonso Testera, vecino de Santa María del Monte. Nótese que los vecinos de los tres Concejos mencionados, y más tarde también los de Villacerán, tenían derechos en aquellas tierras, sólo por ser vecinos, pero en Sanata María del Monte sólo tenían esos derechos los descendientes de Alonso Testera. Esta circunstancia paNicular produjo entre éstos no pocas disenciones y enfrentamientos en 1932 y 1933, cuando se finiquitó aquel contrato de arrendamiento, o foro, y se repartieron aquellos montes entre los que tenían legitimidad para ello. Muchos vecinos de Santamar tuvieron que demostrar en largos pleitos sus derechos como pertenecientes a la familia de los Testeras.
Carecemos de datos para la historia del pueblo desde la mitad del siglo XVI hasta la mitad del XVII. Pero a partir de 1668 disponemos ya de los libros ,del Archivo Parroquial, que hemos podido consultar gracias a las atenciones del sacerdote Don Andrés Pinto. Aunque el contenido de ellos se refiere principalmente a la vida parroquial, no dejan de proporcionamos otros datos por los que podemos hacernos una idea del género de vida que llevaban nuestros convecinos.
A mediados del siglo XVII, el pueblo contaba con unos 20 vecinos y unas 100 almas. Se celebraron durante éste último siglo 105 matrimonios que ofrecen dos notables particularidades: la una, que 94 bodas se contraen con persona forastera; la otra, que en 24 casos uno o los dos contrayentes eran viudos. Fallecieron 130 adultos, nacieron 294 niños y murieron de éstos 133 (un 45% de mortalidad infantil).
De 1668 a 1803 tuvo el pueblo 5 curas párrocos, que a juzgar por las partidas que escriben tenían muy buena cultura, alguno de ellos tenía título de Licenciado en teología. A la vera del Párroco está siempre el Mayordomo de la iglesia, cargo anual que desempeña un vecino y se renovaba el 24 de junio, festividad de San Juan. Los mayordomos llevaban las cuentas de la iglesia, y al terminar su mandato daban razón de ingresos y gastos, o como dicen los libros, «por cargo y data». Las cuentas las escribe el párroco, pero debe firmar en señal de conformidad el mayordomo. Por estas firmas descubrimos el grado de cultura de cada uno: 32 de ellos eran analfabetos («no firma por no saber», se dice en el libro), 23 lo hacen con titubeos y borrones (Joseph de la Red escribe esto: «Joseph de la rde», y, en fin hay otros 20 que ponen su nombre con soltura, algunos hasta con muy buena caligrafía. Los maestros de niños aparecen esporádicamente en 1768 y 1769, y desde 1791 a 1798, para los cuáles la iglesia contribuye con una fanega de trigo en cada caso.
Los medios de subsistencia salían de la agricultura y de la ganadería, pero la mayor parte de los vecinos no pasaban de un angustioso nivel de vida. Labrar las tierras de renta era lo habitual. Algunos arrendaban las tierras de la iglesia («la hoja de an-iba» o «la hoja de abajo» y por ellas pagaban cada tercer año tres cargas de trigo «limpio y seco, y de dar y tomar». Otros a cudían al mayordomo a pedir grano fiado, que luego devolvían como podían. En 1678 devuelven: Juan Nicolás, 1 carga; Francisco Camino, media; Juan de Andrés, 1 carga, y Simón Correa, 3 fanegas. A veces arrastraban las deudas durante un año.
A partir de 1787 se acometieron grandes obras en la iglesia. Como era escasa de luces, el Obispo ordenó que se levantara la capilla del altar mayor, construyendo una bóveda y abriendo buenos ventanales. Se llevó a efecto entre 1787 y 1791, invirtiendo en ello 7.675 reales. Entre 1795 y 1797, se extendió la mejora al cuerpo del templo, ejecutada por el maestro Pombo y sus oficiales, apoyados siempre por las prestaciones de los vecinos. De nuevo hubo que hacer un desembolso de 9.928 reales. Estos gastos se cubrían con los fondos que tenía la fabrica y más de 3.000 reales que adelantó el párroco, Don Froilán Pérez Villaba (que bien merece se le recuerde por ello).
El siglo XIX empezó con unos años calamitosos para la vida del pueblo debido a una prolongada sequía. En 1800 el mayordomo de la iglesia tuvo que hacer un primer préstamo de 36 fánegas de trigo, y luego otro de 53 fanegas a los agricultores en apuros. En 1801, 28 fanegas, en 1802 se debían 2.624 reales que no se podían cobrar «por las calamidades de los tiempos». El Gobierno tuvo que dar orden de rebajar un tercio en las rentas que se pagaban por las tierras de la iglesia.
La penuria se agravó desde 1808 con la guerra contra Napoleón. En 1811 hubo que prestar 44 fanegas de trigo a los vecinos, y 9 al Concejo del lugar para cumplir con las exigencias que imponían los franceses. En 1812 se conoció como «el año del hambre». Terminó la guerra, pero la nació estaba en la ruina. Los vecinos del pueblo tuvieron que «adelantar 100 reales para las urgencias del Reino, según una circular de los Señores Gobernadores». El Período siguiente de 1835 a 1856 fue el de la desamortización, por la cual el gobierno se incautó de las tierras de la iglesia, y en parte de las del municipio. Esta medida perjudicaba aún más a los que cultivaban tierras en renta.
En esta situación no es extraño que el pueblo hubiera venido a menos. Según el Diccionario Geográfico de Pascual Madoz, en 1845, Santa María del Monte tenía 16 casas, 14 vecinos, 72 almas y 18 niños de edad escolar. Los libros parroquiales corroban estos datos. Han aumentado las defunciones de adultos, nacían menos niños y, en proporción, murieron más (llega la mortalidad infantil al 59%).
Este siglo, llamado «siglo de las luces», influyó bastante en la cultura popular. En Santa Mar (como escribe Don Matías Pérez, cura en 1758, y luego Don Bernardo Benito, párroco desde 1837 a 1849) se abre una escuela de temporada a cargo del municipio y de los padres de los niños; los analfabetos que «no firman por no saber» han disminuido notablemente. Al funcionariado civil se le exige mayor eficacia: el secretario municipal, o el fiel de fechos, autorizan los testamentos, el juez extiende licientai para los enterramientos, el médico tienen que expedir certificado de defunción con las causas que provocaron la muerte («fiebre pútrida», «hidropesía», «carbunco», «mal parto», «punta de costado», «gargantón», «garrotillo», «tercianas», «lombrices», entre otras). Se prohibió entrar en el recinto del templo, y los vecinos en 1833, cercarón un terreno para hacer un cementerio nuevo, adosado a los muros de la iglesia, y lo tubieron que ampliar en 1840 por ser mayor la mortalidad. Un pormenor novedoso es que la documentación recoge el domicilio de ¿ada vecino, indicando que vive «en la plaza», «en la calle real», «en la calle redonda», «en la calle de arriba» o «en la calle de abajo»; incluso se añade el número correspondiente a la vivienda.
El siglo XX, debido al desastre de Cuba y Filipinas, trae consigo una recesión económica general, sobre todo para el campesinado pobre. A la falta de pan se añadió el encarecimiento del vino, debido a la filoxera que arruinó las plantaciones de viñedo. Muchos en nuestra comarca buscaron solucionar su vida emigrando a Buenos Aires, a partir de 1911. La falta de medios repercutía en la salud general. La tuberculosis hacía estragos en lajuventud, y la mala alimentación producía en muchos erupciones de granos, orzuelos y diviesos. Para colmo en 1914 y 1917 se declaró el llamado «mal de moda», una gripe aguda que segó muchas vidas en todo el país, y naturalmente también en Santa- mar.
Entre tantos males la guerra del 14 favoreció el resurgir de nuestra economía campesina, mejorando lo útiles de labor, cambiando el arado romano por el de vertedera, el carro de «toronjos» por el de llantas de hierr o; introduciendo los abonos químicos (fosfato de cal y nitrato de Chile); y los más pudientes compraron las primeras máquinas segadoras de las marcas inglesas Massey-Ferguson y MacCormick.
En lo político-administrativo, la Dictadura de Primo de Rivera convirtió a Santa María del Monte en cabeza de Municipio; y la II República despertó el fervor por los partidos políticos, que degeneró en enfrentamientos entre los vecinos. De las disputas políticas se pasaba a agrias discusiones por roturar o no los campos y montes, a frecuentes juicios y pleitos, y en nuestro caso a la enconada cuestión de los Testeras. La guerra civil llegó como consecuencia inevitable, y en los campos de batalla murió uno de los mozos del pueblo, Peto, el barbero.
La postguerra, o «años del hambre» fueron aquí de prosperidad gracias al «estraperlo». Los avances de la medicina (con empleo de la penicilina), y la estimulada natalidad de la época de Franco, hicieron que nuestro pueblo, y todos en general, llegara a un punto de máximo en el número de habitantes: 165 a 175. Llegaron la concentración parcelaria y los tractores. Y los coches, entrando en la decada de los 80.
A partir de los años 60, la emigración a Europa y a otras regiones del interior, produjeron una pérdida de habitantes en el pueblo de 2% cada año. Si a esto se le añade del descenso drástico de la natalidad hasta el 1,15%, desde el año 60 hasta hoy se ha perdido más del 65% de la población.